Para los países en donde por siglos se mantuvo el poder e influencia de la Iglesia Católica, las reformas generadas por el Concilio Vaticano significaron un fenómeno traumático y con consecuencias que todavía no sabemos hasta dónde vayan a llegar y si continuarán contagiando a otros pueblos y culturas. Fue sencillo. El Concilio suprimió el latín, volteó los curas a celebrar la misa, les quitó la sotana y le arrebató el boato misterioso al culto. Al poco tiempo la moral del pecado sobre la cual se construyó este país, fue cambiada por la moral del  dinero. Por supuesto, acababa de aparecer otro fenómeno paralelo, el narcotráfico.

Probablemente la moral del dinero siempre existió pero nunca había sido tan apabullante y los dueños del poder económico se guardaban de disimularlo. Pero por estos días, cuando el señor Trump, ejerciendo la presidencia del país presuntamente más rico del mundo, y quien blandiendo la moralidad como herramienta ha sido el policía universal, ha considerado que no puede sancionar a Arabia Saudí y a su príncipe heredero por haber participado en el asesinato del periodista Kashogui en el consulado de Estambul esgrimiendo, sin vergüenza alguna, la disculpa de que los árabes son muy ricos y tienen muchas inversiones y negocios con los Estados Unidos, no hay duda que la moral del dinero se impuso y el pecado es un concepto a desaparecer.

De nada sirve ya que el Dalai Lama o el papa  existan o que los mulás y el patriarca de Moscú hablen de la moral del pecado. Ante un crimen como el de los árabes, apenas si musitan y el vértigo de la modernidad se traga sus palabras. El mundo gira cada vez más regido en todos sus actos  por el dinero. Quien lo tiene progresa  y se siente protegido por él. Quienes no lo tienen seguirán llenando las cárceles de Estados Unidos

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