Fernando Vallejo vuelve a la carga con una poderosa diatriba contra la clase política colombiana y lo que sucede en el mundo.

MEMORIAS DE UN HIJUEPUTA

El memorialista loco de este libro sostiene que la democracia es el pernicioso sistema electoral de unos corruptos que van tras el botín del poder, pero que le permite por lo menos al ciudadano escoger entre el malo y el peor; que las patrias solo traen guerras; que las religiones han impedido el surgimiento de la moral y que por eso siguen existiendo los mataderos y nos seguimos comiendo a los animales; y que entre patrias y religiones han logrado que hoy por hoy estemos en un mundo embotellado y atestado pero eso sí, muy bien cimentado: sobre un arsenal nuclear. Tesis que el lector sensato rechazará como despropósitos, pero que le harán gracia dada la forma tan disparatada en que se han planteado.

Convertido en el más poderoso señor del país por un golpe militar que lo catapulta al mando supremo, le rebaja una buena parte de su población con una serie de happenings, como él los llama, dirigidos al fin que él considera el más noble: liberar a su patria, la empecinada Colombia, de sí misma.

De las memorias que escribió al abandonar el poder por su propia voluntad y cansancio, no quedó más que un legajo de papeluchos inconexos que le dejó a su sobrina, una editora de libros pornográficos y libertarios que medio los ordenó y les puso título.

EL REGRESO DE FERNANDO

Todo lo dejó a medias en Colombia. En los sesenta estudió en universidades de Medellín y Bogotá, estuvo en fiestas pasadas por aguardiente y marihuana. Vagabundeó hasta que se dio cuenta de que quería hacer cine. En 1965 estudió cine en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, tenía 22 años. “En cuanto al Centro Experimental, no sirve, desde el primer día lo vi. Alumnos y profesores allí son unos sabios necios, unos intelectuales, intellettuali, palabra inocente del latín que Italia pervirtió aplicándola a esa raza maldita”, escribió en Los caminos a Roma. Y más adelante: “El cine, creo yo, se aprende viéndolo hacer; si la vida no le da a uno esa oportunidad, pues lo aprende uno solo, a la diabla, haciéndolo”. Después de dejar el Centro Experimental volvió a Colombia.

El 1 de marzo de 2018 Fernando Vallejo volvió a Colombia después de cuarenta y siete años de vivir en México.

Volvió como el gran escritor colombiano vivo. “Quítale el vivo, que yo ya casi me muero”, me dijo, acompañado de su perra Brusca, con dos maletas y enfermo de los ojos. Vallejo y Brusca en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, solos como un barco encallado en una playa arrasada por un terremoto, llegados de regreso a su país por causa de una muerte. Aterrizó en Bogotá y luego tomó un carro que lo llevó a Medellín, donde a diez horas de camino estaba la casa blanca que había construido años atrás para quedarse allí el resto de su vida.

No le gusta la suficiencia del narrador omnisciente, ni la de la Iglesia, ni la de los científicos. Odia a los políticos de izquierda y de derecha; odia a los conductores que recorren las calles a toda velocidad atropellando al que se les atraviese, y dice que en el libro que está escribiendo a esos cafres los va a matar. Odia la reproducción, que produce tantos feos y tantos pobres. Una noche, cuando caminábamos por la avenida Jardín del barrio Laureles, una niñita que vendía dulces con su papá se acercó a Brusca y le preguntó a Vallejo si era un niño o una niña. Con emoción, casi con lágrimas, Vallejo le contestó: “Es niña, pero qué inteligente que eres, hermosa”. Seguimos caminando y me dijo que en su próximo libro el narrador será un loco de verdad, porque el anterior, el de sus novelas, el de sus ensayos, es un aprendiz de loco, un pobre diablo. 

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